lunes, 13 de diciembre de 2010

UN CUENTO DE NAVIDAD - ESCRITO POR EL PROFESOR CRISTIAN PAPILI

La muñeca de Edelmira

El eje del carro se fracturó alrededor de las seis de la tarde, en un estruendo que hachó la cortina silente de la siesta, al extremo. Cartones sucios y bolsas con desperdicios regados por la carpeta de asfalto lacerante, se volvieron de pronto lava, de pronto llanto, de pronto sangre.

El cuerpo debilitado comenzó a amontonar raspones enrojecidos. Aún ante el dolor, pudo Kevin levantarse con rapidez a recoger las sobras desperdigadas en la avenida troncal, acaecida a esa hora en cementerio de sonidos y voces secretas.

Los automovilistas al pasar, no lo veían. Es más: algunos con cierto recelo esquivaban todo lo que aparecía ante sus ojos, incluido su cuerpo sobrevenido entonces, en objeto.

¡La muñeca! Pensó. ¡¿Dónde está la muñeca?!

No lograba divisar en el caos de formas “eso”, que le entregaran en parte de pago por una changa.

¡La muñeca! Volvió a repetir, mientras giraba la cabeza hacia uno y otro lado con avidez

¡¿Dónde está la muñeca?!

El recuerdo aún estaba fresco. Lo que parecía ser poca cosa, realmente no lo era.

Ese veinticuatro de diciembre alrededor de las ocho de la mañana, mientras sacaba de raíz un viejo sauce del patio de la casa de doña Edelmira Mendoza, pudo ver como sobre la tapa de una caja de cartón semimanchado, asomaban los pálidos brazos de una muñeca de tela.

Enterraba la pala con fuerza en la tierra violentada una y otra vez y en cada cuarto giro del tronco, miraba de reojo la cesta.

La dueña de casa lo noto enseguida. ¿Qué te pasa mijito? ¿Tenés calor? Dijo iniciando una charla con final predecible.

Todo bien señora, agregó, mientras pasaba el dorso del antebrazo por la frente ennegrecida. Todo bien.

¿Tenés chicos vos?

Si señora: una nena que si Dios quiere va a nacer esta noche.

¡Esta noche! ¿No será el niño Dios no? Agregó mientras sonreía dulcemente.

¿Y como se llama? Milagros se llama. Milagros.

Bueno. Entonces me avisas, así antes de que te vayas te preparo algo para la nena.

Sintió una inmensa alegría, como si de repente las ramas de ese sauce al que estaba lapidando, lo abrazaran.

Cerca de la dos de la tarde Edelmira se acercó y mirándolo con ternura de abuela, le dijo:

Toma nene. Llevale esto a tu beba. Esto…ella sabía que lo que acababa de entregarle, era más que “esto”. Sin embargo pretendió sentirlo así para no morir ahogada en los recuerdos.

Kevin agradeció y la guardó en su mochila negra de tela de avión con la cara del “Che”. La colocó en el fondo y arriba le puso un poco de fruta fresca envuelta en algunas servilletas de papel.

Al terminar desató el caballo ya recuperado y se subió al carro de madera desdibujado por el calor y el esfuerzo cotidiano. Habiendo hecho unos pocos metros, volvió a girar la cabeza: Gracias doña.

Edelmira recordó la historia en torno a la muñeca. Era de su nieta, que luego de la crisis del dos mil uno había emigrado junto a sus padres en busca de nuevos y mejores horizontes, olvidando entre otras cosas, sus juguetes. Hacía cinco años que no la veía.

¡Gracias doña! Dijo de nuevo como para arrancarla de la abstracción lagrimal en la que estaba hundida. Elevando su mano derecha, lo despidió acongojada.

Habiendo pasado la zona del Casino un ruido extraño brotó debajo del coche. ¡Que no sea nada, que no sea nada! El sabía por la experiencia obtenida en las horas de calle, que algo malo pasaría.

Cuando la figura emblemática del puente colgante dejaba de ser un sueño para convertirse en una postal presente, El eje del carro se fragmentó. Eran las seis de la tarde.

El quería llegar. Llegar a cualquier precio a su ranchito de la costa. A su Alto Verde de ensueño en el que creciera y en el que lo esperaban su mujer y su niña en el vientre joven convertido en fiesta.

Luego el golpe, luego el dolor y la bronca lenta.

¡La muñeca! Pensó nuevamente. ¡¿Dónde está la muñeca?!

Le pidió a Dios que apareciera. Tras un arbusto asomaba la mochila y en ella…..pues todo estaba en ella.

Transpiró solo durante más de dos horas intentando reparar lo irreparable, deseando que alguien lo ayudara. Todos corrían al extremo. Todos deseaban ganarle a las campanadas de las doce.

La tarde acaecida en noche comenzó a dejar de ser de Paz y sobretodo Buena.

Empujó el carro como pudo contra el cordón de la vereda. Desató el caballito delgado y emprendió caminando resignado, la fatigosa vuelta.

Ya sobre el puente, las luces dibujaban villancicos litoraleños sobre las aguas al ritmo de chamarritas casi dormidas.

Estaba oscuro y era muy tarde. Las manos entumecidas casi no podían sostener la mochila con lo que sería para su niña. Le faltaba un largo trecho.

Por el camino de entrada al barrio, la música de fiesta que empezaba a escucharse le hacía olvidar los pozos y el olor a río con bajante que lo acompañaba.

Cerca de las de las doce menos cinco, llegó al ranchito. Se escuchaban gritos y algunas sonrisas y en medio de la cama apuntalada con ladrillos, en una sábana blanca, blanca, blanca, Milagros prendida al pecho de su esposa se agarraba a la vida.

No pudo más que llorar. Vecinos y familiares a modo de improvisados reyes magos y pastores respetuosos enriquecían la escena.

¡La muñeca! Cortó el silencio espiritual y abriendo la mochila sacó la patona de tela que había lavado doña Edelmira. Lentamente la fue acercándola a la cama y al extender los brazos sintió que éstos eran una prolongación de las manos de esa nieta ahora en tierras lejanas.

La dejó cerquita, cerquita. El volumen de una cumbia que venía de afuera y el ruido de los cuetes anunciaban el nacimiento del niño Dios universal y siempre augurioso.

¡Feliz navidad! ¡Feliz navidad! Decían todos mientras se abrazaban con fuerza.

Kevin supo entonces el significado de la nochebuena. Supo de un creador humilde, que compartió nuestra miseria y estuvo al corriente de muchos milagros simples, en simples ranchitos, de navidades costeras.

Autor: Prof. Cristian Papili.